Día de Muertos

Día de Muertos

Morir no es desaparecer, es transformarse en historia, en recuerdo, en imagen

     Desde pequeño, la muerte no fue para mí un concepto abstracto ni un tema que se evitara en casa. Tenía nombre, tenía rostro y una historia: Rocío, mi hermana fallecida a los 3 años, antes de que yo naciera. Nunca la conocí, pero siempre estuvo presente en las conversaciones familiares, en las fotografías guardadas y, sobre todo, en el altar que cada noviembre se levantaba en su memoria en mi casa. Fue a través de esas ofrendas que empecé a entender la muerte no como ausencia, sino como presencia constante.

     Desde hace más de veinte años, he recorrido con mi cámara al hombro lugares como Oaxaca, Puebla, Guanajuato, Ciudad de México, Tzintzuntzan y Pátzcuaro, siguiendo el rastro de una tradición que me ha enseñado más sobre la vida que sobre la muerte: La Celebración del Día de Muertos. En cada rincón, he descubierto cómo los mexicanos transformamos la ausencia en presencia, y el duelo en celebración.

     El Día de Muertos no es una fecha en el calendario; es un puente tendido entre dos mundos, un vínculo espiritual que representa la creencia de que los difuntos regresan a casa para convivir con sus familiares. Esta tradición milenaria, que la UNESCO reconoció como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad en 2003, tiene sus raíces en las culturas prehispánicas. Para los pueblos originarios, la muerte no era un final sino una continuación, otro paso en el ciclo eterno de la existencia. Cuando el catolicismo se impuso durante la colonia, estas creencias se mezclaron con las festividades de Todos los Santos y los Fieles Difuntos, dando lugar a una de las expresiones más representativas del sincretismo cultural mexicano.

     La tradición dicta que las almas regresan en fechas específicas: el 28 de octubre llegan quienes murieron en accidentes, el 31 los niños no bautizados, el 1 de noviembre los niños y el 2 de noviembre los adultos. Cada viaje requiere su propia ofrenda para llegar a buen destino, su propio altar cargado de significados: El agua para mitigar la sed después de su largo recorrido, la sal para que el cuerpo no se corrompa en su viaje de ida y vuelta, el humo de copal para purificar el ambiente y las flores de cempasúchil de color naranja intenso y aroma penetrante para marcar el camino durante el viaje.

     Con los años, he aprendido que cada comunidad vive esta celebración de manera distinta. En Oaxaca, los altares se llenan de papel picado, calaveras de azúcar y fotografías; las calles se transforman en un carnaval de colores y música. En Pátzcuaro, la noche se ilumina con miles de velas que flotan sobre el lago, mientras las familias velan en silencio junto a las tumbas adornadas con flores de cempasúchil. 

     Fotografiar el Día de Muertos es una experiencia sensorial completa. Noches frías con humo de copal envolviendo la escena, velas definiendo los contrastes de luz, pétalos de cempasúchil marcando rutas simbólicas y el murmullo de la gente que se mezcla con cantos, risas y oraciones. Una experiencia fotográfica donde capturar la emoción y esta atmósfera ceremonial se vuelve más importante que la composición o la fotografía perfecta.

     Las fotografías tomadas durante estos años son registros visuales de la memoria colectiva de un pueblo que se niega a olvidar. Cada imagen es una forma de resistencia contra el olvido y el paso del tiempo, un diálogo entre lo visible y lo invisible, entre los que están y los que se fueron; porque al final, fotografía y tradición comparten en este caso un propósito común: preservar la memoria y la permanencia del recuerdo, ya que morir no es desaparecer, es transformarse en historia, en recuerdo, en imagen.

 

Derechos reservados © Edgar Dehesacreado en Bluekea